IMAGEN DE UNA CABEZA DE AJO.
FOTOS: ERNESTO B. Mc
NALLY C.
Hablar del ajo resulta interesante, sobre todo
cuando se tienen problemas de salud. Su
origen parece registrarse en Asia Central; es decir, en lo que hoy es Kazajistán,
Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán; aunque también se estima que
en el suroeste asiático.
Las primeras huellas de su utilización en la
medicina o para el consumo, afloran en
la India y Egipto, aproximadamente entre el año 3000 y 2001 a. d. C.
Los griegos también lo utilizaron desde tiempos
antiguos y luego los romanos lo asimilaron en sus dietas, en el contexto
geográfico del Mediterráneo, cuando dominaron la región.
El ajo crece mejor en climas fríos, en temperaturas bajas, entre los 10 y 22 grados centígrados. Preferiblemente, es cultivado en la sierra, en alturas que oscilan entre
los 2000 y 3200 metros sobre el nivel del mar. El ajo contiene vitaminas B1 y B2,
niacina, vitamina C, calcio, fósforo, hierro, potasio, proteínas, agua, lípidos
y glúcidos.
Aunque su olor es fuerte, las propiedades del
ajo son extremadamente buenas como para despreciarle. Es que el ajo, además de
dar buen sabor a la comida, es un antibiótico natural, ayuda a bajar la
presión arterial y favorece la buena circulación.
El uso cotidiano del ajo suele contrarrestar a
las bacterias, debido a que es un antibiótico en esencia.
Este bulbo u hortaliza, también es utilizado
para disminuir los efectos del reumatismo, el cólico estomacal causado por los
parásitos, la diarrea, el agotamiento y, para tratar las enfermedades nerviosas.
Por último, el ajo es considerado un depurador,
un diurético y antiflamatorio; además de un
antioxidante. Es utilizado para
las varices, dolor de garganta, tos y ronquera; dolor de muela, anemia, asma y granos en la piel; problemas de
los bronquios, picaduras de insectos, dolores musculares e insomnio.